jueves, 7 de agosto de 2008

George Grosz. “The city” (1916-17)

Las dulzuras de lo cosmopolita tienen un precio,

es el no poder detenerse en tan delicados lugares

para saborear su ambiente.

Con la utilización de una amplia gama de rojos y algunos toques de otros colores regados por ahí, encontramos rostros, sombras que se mueven al ritmo de los latidos de una ciudad sin descanso.

Esta obra refleja lo que los habitantes de las grandes ciudades podemos saborear: grandes avenidas, lugares a dónde asistir, mundos que cambian con sólo atravesar la calle; risas, diversiones. Pero ¿cuál es el precio de tantos lujos? Estos ciudadanos que pueden saborear las delicias...

La rapidez del movimiento dentro de las ciudades arrastra a quien va sobre ellas, como un gran carrusel donde sólo vemos por unos instantes lo que el panorama nos muestra, pero no podemos alcanzarlo, mucho menos detenernos a disfrutarlo. El rojo de la obra todo lo vuelve igual, no hay diferencias con un solo vistazo, sólo con detener la mirada y observar podemos apreciar los distintos matices de cada espacio que sugiere un lugar.

Al igual que con el carrusel, siempre son los mismos panoramas con cada vuelta. Nuestro caminar en la ciudad siempre es el mismo: las mismas calles, la misma ruta al hogar, trabajo, etc. No distinguimos la diversidad que el panorama tiene para nuestros ojos, todo es nebuloso en nuestro caminar, sólo cuerpos sin rostro, e igual somos para los demás.

Manchas de luz y sombra que se mueven al paso del tiempo, objetos borrosos que no tienen la menor importancia para nosotros. Así es la obra de Grosz: manchones de color sin importancia aparente, pero que aun así atraen la curiosidad.

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